SD JUAN DE DIOS PONCE Y POZO, Administrador Apostólico

Es nuestra intención dar a conocer a nuestros lectores la figura gigante del Siervo de Dios, el Ilmo. y Rvmo. Sr. Don Juan de Dios Ponce y Pozo, Canónigo y Párroco de San Nicolás de Alicante y a la vez, Administrador Apostólico, Sede Plena, de la Diócesis por enfermedad del Dr. Dn. Francisco Javier Irastorza y Loinaz.

Nos ha parecido proceder por partes, empezando por la detención y muerte de este grupo sacerdotal presidido por el que hacía las veces de Obispo en la Diócesis con todos los derechos (Sede plena).

Resumimos lo escrito por Monseñor Espinosa Cayuelas, testigo de excepción, que conoció y convivió con este Siervo de Dios.


Nació el 18 de noviembre de 1878, de padres modestos y piadosos, en la ciudad de Guadix (Granada), en cuyo Seminario, en temprana edad siguiendo el lla­mamiento divino, cursó los años de Latín y al­guno de Filosofía con notable aprovechamiento.

En 1893 fue enviado al Pontificio Colegio Espa­ñol de San José de Roma donde, asistiendo a la Universidad Gregoriana, estudió Filosofía, Teo­logía y Derecho Canónico, doctorándose en las tres facultades.

Rico de ciencias y de virtudes regresó a la Patria en 1902, donde sucesivamen­te fue Capellán de religiosas; Párroco de Santa Ana y Santiago de Guadix; Canónigo simple, Lectoral y Doctoral de su Ca­tedral; Rector del Semirtario, Provisor del Obispado y Vicario General.


Por enfermedad del Obispo de Orihuela Monseñor Irastorza y Loinaz, obtenida de la Santa Sede dispensa de dos años de residencia, fue nombrado Administrador Apostólico, Sede plena, sin carácter episcopal, el 12 de septiembre de 1935, de cuyo cargo se posesionó en forma sencilla el 29 de octubre del mismo año; y poco después lo hizo de la Abadía del Cabildo Colegial de Alicante en virtud, asimismo, de nombramiento apostólico.


Apenas se podrán encontrar reunidas las cua­lidades que deben adornar a un buen superior con más plenitud como en el Sr. Ponce y Po­zo: humildad, discreción, sencillez, espíritu de sacrificio, generosidad para con el po­bre y afabilidad para con todos, fueron sus notas características.

Nada de extraño que durante el corto período que estuvo al frente de la Diócesis se captase generales simpatías, que la alabanza de su nombre pasase de boca en boca y que su memoria haya quedado en bendición.


Le sorprendió el Movimiento Nacional del 18 de julio en Orihuela, donde permaneció más o menos oculto en varias casas; pero haciéndose su situación cada vez más peligrosa, a juicio de sus ocultantes, y a fin de no comprometer a nadie, optó por trasladarse en octubre de 1936, disfrazado, a Barcelona, donde esperaba conseguir algún salvoconducto para el extranjero.


Descubierto en la estación de Novelda por un guardia de asalto que había sido sacristán en San Antolín de Murcia, fue encarcelado en aquella misma ciudad, desde donde, poco después,  trasladado a Orihuela, recorrió una dolorosa odisea hasta quedar recluido con otros nueve sacerdotes en la prisión preventiva del distrito, Colegio de Jesús y María.

Acerca de su com­portamiento en la cárcel dice un testigo presencial: “... Cuando habla, no es el maestro que enseña sino el amigo que consuela y fortalece. Casi siempre trata del martirio, de su eficacia y poder expiatorio. Y siempre termina sus exhortaciones sencillas y amenas con estas palabras: “¡Qué felicidad! ¡De la carretera al Cielo!”.


Dios escuchó sus ansias de martirio. A las doce de la noche del 30 del noviembre del funesto año 1936, bajo pretexto de prestar una declaración en Alicante, fue sacado de la prisión con los otros nueve sacerdotes por un grupo de forajidos, que se decían agentes de la autoridad, e inmediatamente en sucia camioneta fueron conducidos a las proximidades del cementerio de Elche, ante cuyas paredes fue­ron ejecutados a tiros de fusil. 

Al recibir el aviso el señor Administrador y observar el espectáculo exclamó: «Por algo no podía conciliar el sueño esta noche»; y después dijo al compañero inmediato: «Ruegue a Dios por nosotros». Las diez víctimas fueron ordenadamente sepultadas por el piadoso conserje de dicho cementerio.


El día 9 de julio del año de la Liberación, 1939, los restos mortales de estos diez héroes, juntamente con cuatro más extraídos de diversos cementerios, fueron trasladados a Orihuela, por cuyas calles fueron conducidos en imponente manifestación de duelo, presidida por el Excmo. Señor Obispo de la Diócesis y demás autoridades hasta el cementerio, donde recibieron honrosa sepultura.

En el mes de noviembre del citado año, una comisión de personalidades venidas de Guadix, solicitó en debida forma los venerados restos del señor Administrador colocados en el panteón del Cabildo, que una vez les fueron entregados, condujeron cual precioso tesoro a la mencionada ciudad, siendo inhumados en su Catedral.


A continuación, el escrito del Rvdo. Don Manuel Mira, hasta su muerte párroco de La Matanza (Orihuela), testigo directo del momento de la selección de las víctimas. Fue publicado en la revista “Mater Clementísima” del Colegio español de San José de Roma, a instancias de Monseñor Espinosa Cayuelas.

Dos frases comprobadas


Día treinta de noviembre de 1936. En el martirologio cristiano se inscribirán diez nombres de otros tantos sacerdotes sacrificados por odio a Cristo, por los émulos de Nerón y Diocleciano. Las circunstancias que rodean este espantoso crimen, arrancan el antifaz a la revolución, dejando de manifiesto los móviles de los modernos perseguidores que, más hábiles que los Césares Romanos, saben que para arrancar la fe, no es necesario matar a todos los creyentes, basta exterminar el sacerdocio y se acabó la religión. Por eso en este hecho vandálico, calificado de monstruoso por los mismos izquierdistas, no vemos turbas de forajidos incontrolados que asaltan un domicilio y raptan a la víctima para experimentar el placer de matar; ni la sentencia de un tribunal que para visos de legalidad inculpa al reo delitos no cometidos; ni siquiera el truco de conceder la libertad a un preso para que a la salida unos desalmados, de antemano preparados, se apoderen de él y lo asesinen. No: Aquí no hay más que una orden terminante que obliga al Jefe de la Prisión, a entregar a la muerte a diez sacerdotes, única y exclusivamente por el gravísimo delito de serlo. Pero si los verdugos al infligir esta muerte en odio a Cristo, ponen cuanto de ellos exige la definición del martirio, los dignísimos sacerdotes la completan tolerándola pacientemente por amor al mismo Cristo.


Como prueba de esta afirmación recuerdo a mis queridos e inolvidables compañeros de cautiverio, doy a conocer DOS FRASES que a la vez que han de servir de estímulo, revelan tal fortaleza de ánimo, que se agiganta a medida que crece el peligro. Una es de mi entrañable condiscípulo D. Manuel García Riquelme, párroco de Granja de Rocamora.


Paseábamos una tarde por el angosto patio de la cárcel, avaros de los débiles rayos de sol que los altos muros dejaban llegar hasta nosotros. La conversación recaía en el peligro que se cernía sobre nosotros y en la tranquilidad de otros compañeros, más afortunados, que habían podido hurtarse con tiempo a sus perseguidores. Y mi amigo, con una sinceridad, garantizada por su natural y por la trascendencia del momento, dijo: “No les envidio; únicamente envidio a los que sufren más que yo: porque no hay mayor gloria, que padecer por la causa por la que estamos padeciendo”.


La otra es de Juan de Dios Ponce, Administrador Apostólico. El Señor Administrador era un santo. Lo han dicho amigos y enemigos. Quien lo haya visto en la cárcel no puede dudarlo. Tan digno en la prisión como humilde en el gobierno de la Diócesis. Ve la muerte a dos palmos y se preocupa de los demás compañeros. Nada le sobra y comparte su pan con los necesitados. Cuando habla, no es el maestro que enseña, sino el amigo que consuela y fortalece; casi siempre trata del martirio, su eficacia, su poder expiatorio... Y siempre terminaba sus charlas, sencillas y amenas con estas palabras: “¡Qué felicidad! ¡De la carretera al Cielo!”.


Con esta disposición de espíritu, no podía menos de ser la admiración hasta de sus verdugos en la hora de su sacrificio.


Son las doce de la noche; noche de hielo, como el corazón de los que en tenebroso conciliábulo maquinan la muerte de diez inocentes. El sueño tranquilo de los reclusos, se ve turbado por el ruido de las llaves, y la voz nerviosa del vigilante de guardia que grita al penetrar en nuestra celda: “¡Esteban Zarco! ¡Eduardo Torres! ¡Juan Ponce! ¡Carlos Esquer! ¡Que se vistan para ir a Alicante a las órdenes de aquel Comité!”.


El terror es indescriptible. Y mientras los nombrados se disponen a vestirse, resuena la misma fatídica voz del vigilante en otras celdas: “¡Vicente Blanco! ¡Jaime Soriano! ¡Manuel García Riquelme! ¡Antonio Albaladejo! ¡José Aznar! ¡Ramón Juan...!”. No ignoran que ha llegado el momento del martirio: Así lo da a entender el Señor Administrador al decir: “¡Por algo no podía conciliar el sueño esta noche!” Y luego a mi oído: “Ruegue usted a Dios por nosotros!”. Y entre el silencio respetuoso de la cárcel, desfilan por los diferentes departamentos, despidiéndose más que con la palabra con la vista, aquellos diez hombres, cuyos semblantes serenos manifestaban la posesión de las promesas del Divino Maestro: ”Si a mi me han perseguido, también os perseguirán a vosotros”. “Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus hermanos”. “Vosotros que lo habéis dejado todo y me habéis seguido, recibiréis el ciento por uno y conseguiréis la vida eterna”.


Así fueron derechos al suplicio, mientras nos quedamos los reclusos acompañándoles con el pensamiento por la vía dolorosa que habían de seguir, y elevando al cielo nuestras plegarias pidiendo les fortaleciese en el último combate. Plegarias que transcurriendo el tiempo, se iban entrelazando ante la incertidumbre del instante de su muerte con esta otra: ”¡Mártires de Orihuela, rogad por nosotros!”.