D. Joaquín Carpena Agulló, nació en Caudete (Albacete) el día 4 de marzo de 1865 siendo bautizado en la Parroquia de Santa Catalina el día 5 del mismo mes y año.
Educado por su piadosa familia y viviendo el clima religioso que le rodeaba, sintió despertar la vocación sacerdotal que le llevó al Seminario de San Miguel de Orihuela.
En aquella época Caudete pertenecía a la Diócesis de Orihuela.
Culminados sus estudios eclesiásticos, recibió la Ordenación Sacerdotal en el año 1889.
Su primer destino fue la Coadjutoría de su pueblo natal al que sirvió con fidelidad y aprobación de todos, durante 45 años. Toda una vida sirviendo a Dios y al prójimo, porque en frase evangélica «pasó haciendo el bien».
En 1934, a modo de jubilación anticipada, fue nombrado capellán de religiosas, en cuyas primicias le sorprendió la revolución de 1936.
Parecía lógico que se hubiera respetado a este anciano y benemérito sacerdote, pero no fue así. Preso y encarcelado el 10 de agosto de 1936, recibió pésimo trato en su cautiverio, que culminó el 24 del mismo mes, en el que en unión de trece víctimas caudetanas fue asesinado en el término de Villena, lugar denominado «Los Alorines». Mas, por desgracia, D. Joaquín, aunque gravemente herido, quedó con vida, porque los disparos impactaron sobre todo contra el cuerpo del padre del sacerdote Don Antonio de Pascual y Teresa, que lo abrazó en el momento del asesinato.
Unos piadosos campesinos lo vieron incorporado entre cadáveres y lo llevaron al Hospital de Villena. Al llegar a este punto, cedemos la palabra al Médico Forense y director del mencionado establecimiento, quien asistió al enfermo desde su ingreso en el Hospital.
«Tenía una herida con entrada y salida en el tórax, situada en la parte superior y en el lado izquierdo; dos heridas, situadas en el muslo derecho, y otra en el abdomen. Dada la situación de las heridas y avanzada edad del paciente, mi pronóstico fue de muy grave. Le ordené la medicación correspondiente (suero, aceite alcanforado y morfina, para amortiguar los dolores y calmar la disnea). Al día siguiente, me enteré por el enfermero que en la noche se habían presentado varios individuos, al objeto de sacar al lesionado del hospital para matarlo. Tras quitarle los vendajes y disponerse a tal monstruosidad, a ruegos del enfermero, que les aseguraba que estaba en las últimas, le dejaron estar. Tras el nuevo reconocimiento del médico, cuando se disponía a salir, se encontró con un individuo (P.G.) quien le comunicó que de orden del Comité de Caudete, aquel sacerdote debería morir enseguida, pues de lo contrario vendrían ellos a rematarle. Con tal fin, ordenó que se le intoxicase con morfina. La situación para mí (sigue hablando el Dr. Médico) fue dramática. Intenté razonar sobre la monstruosidad que se iba a cometer, pero todo fue en vano, o más bien contraproducente. Tras dar largas al asunto, llegaron las ampollas letales, pero yo, hábilmente, tenía otras tantas preparadas de agua destilada, que inyecté al enfermo, sin que nadie se diera cuenta del «cambio». Lógicamente, el sacerdote no murió «envenenado»; pero una complicación pulmonar, a consecuencia de las heridas, agravó la situación del paciente que falleció pocos días más tarde.
La autopsia practicada en unión de D. Luis Delgado de Molina, confirmó que las lesiones que se encontraron en su aparato respiratorio eran suficientes para explicar su muerte. No hubo, por tanto, síntomas de intoxicación.
Enterrado en Villena, el sacerdote-mártir fue trasladado a Caudete finalizada la guerra.